
Hace unos años se puso de moda una corriente de actuación en medicina llamada “Medicina basada en la Evidencia”, una mala traducción del inglés, porque en inglés “evidence” no es “evidencia”, sino “prueba” (en español “evidente” es lo que no necesita pruebas).
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Esa corriente, además de algo estúpida -¿cómo podría existir una medicina no basada en pruebas, o basada en “no pruebas”?- tuvo un efecto paralizante, ya que defendía que no se debían tomar decisiones basadas en el razonamiento, sino en estudios científicos, tales como ensayos clínicos, y si algo –por ejemplo, un tratamiento- no tenía una eficacia demostrada por estos estudios no debía recomendarse. Como quiera que en medicina la mayoría de las cosas están por demostrar, el efecto era que muchos tratamientos de probable eficacia, aunque no bien demostrada, quedaban sin ponerse, y lo que es peor, que las aseguradoras o la administración negaban la financiación de esos tratamientos alegando que no estaban apoyados en pruebas suficientes.

Luego ha ido matizándose, y ahora se admiten pruebas o soporte de distinta calidad; la de máxima calidad en medicina es el ensayo clínico, en el que un tratamiento se compara con otro o con un placebo, asignando cada caso a uno u otro al azar, y sin que el paciente ni su médico sepan cual le ha tocado –estudios llamados “ciegos”-; si no hay ensayo clínico de esa categoría, puede recurrirse a pruebas de peor calidad, por ejemplo ensayos sin asignación al azar, o sin carácter “ciego”. O descripción de series de casos, o incluso de casos aislados; finalmente, la prueba científica de peor calidad para apoyar algo es la “opinión de los expertos”.

Parece paradójico, pero es así; la opinión de los expertos desde un punto de vista científico es un argumento de muy baja calidad; su opinión además, con no poca frecuencia está sesgada, o incluso es venal. Además, por cada experto que opine en una dirección se puede encontrar al menos otro que opine en la contraria.

Me viene esto a la memoria a propósito del
Manifiesto de Madrid; unas centenas de “expertos” en diversas cosas creen estar en posesión de la verdad científica en lo que respecta al origen de la vida humana y la aprovechan para recomendar leyes restrictivas.

En rigor, esos señores saben lo que tú y yo: que cuando se unen el óvulo y el espermatozoide se completa el genoma de un eventual ser humano, que llegará a serlo si muchas otras circunstancias le son propicias, entre ellas que la madre no desee interrumpir el proceso; junto a esto, sabemos que alrededor de las 22 semanas de gestación el feto es ya capaz de vida independiente, y que si llega a nacer, a las 24 horas el derecho civil –creación puramente humana- le considera persona.
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Eso es lo que saben los pretendidos expertos, y también nosotros. ¿Por qué su opinión ha de ser más tenida en cuenta que la nuestra, y sobre todo que la de la madre?

Claro que la respuesta que necesitamos, y que solo nos pueden dar los expertos que tiene línea directa con el señor, los teólogos, es cuándo deposita éste el alma en el nuevo ser, o sea cuándo se produce la "animación" que convierte a una sola célula o a un grupito de ellas en un ser humano con todas sus potencialidades y sus derechos. ¿En el momento de la fecundación? ¿En el de la nidación? ¿En algún otro punto bien definido del proceso?

Muy temprana no debe ser esta operación, porque nunca les hemos oído aconsejar a las mujeres que bauticen las menstruaciones tardías o los abortos espontáneos tempranos por si en ellos, entre los cuajarones de sangre y los posibles restos embrionarios, va un almita inocente caminito del limbo, y lo mismo ocurre con los múltiples embriones que se generan en las técnicas de fecundación in vitro y que no son implantados. ¿Por qué nunca les hemos oido recomendar que se bautice la probeta, al menos como mal menor?

No terminan de
aclararse. Es que se distraen en asuntos dinerarios y menores y no resuelven lo importante.